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Novela Puerto Nuevo. Capítulo 2: La mortaja de papá Lionzo


La mortaja de papá Lionzo


Lionzo Navarro tenía secretos, eso decían en la Sierra de Falcón.

Los secretos estaban contenidos en un conjunto de oraciones, escritas a mano dentro de una libreta forrada con piel de chivo, y que él protegió hasta la tumba, sin abrírsela jamás a otro mortal.


Mucho se especuló con la datación de ese misterioso libro. Sólo algunas personas, muy pocas, alcanzaron a ver la tapa de cuero marrón con rastros de pelos blancos del animal. Un marrón devenido en tonos verdosos a causa de una añosa humedad, y que perfumaba varios metros alrededor de donde lo abría, para murmurar sus encantamientos.


Esos rezos le concedían a Lionzo poderes sobrenaturales. Con ellos causaba admiración y temor entre la gente de aquellas montañas del centro occidente venezolano.


El más célebre de sus secretos fue siempre empleado en beneficio de amigos cercanos. Cuando alguno de ellos pretendía a una mujer, solicitaba la ayuda sobrehumana del rezandero.


Pero este truco ameritaba cierta preparación. Lo primero era conseguir que la indicada estuviese fuera de su casa. Así, acudían a todos los bailes organizados en los patios de familiares y vecinos. Si la chica estaba en uno de esos festejos, Lionzo se paraba de espaldas a ella, al menos a siete pasos de distancia y frente al pretendiente. Luego, estrechaba la mano derecha del amigo mientras murmuraba una de sus oraciones impublicables. El enamorado debía mirar por encima del hombro izquierdo del rezandero. De esa forma, según dicen, lograba ver desnuda a la mujer que pretendía. Ese era, quizá, el empujón que faltaba para que el enamorado tomase la decisión de cortejarla.


***

Se llamaba Lionzo, por María Lionza, deidad que los venezolanos veneran sin templos ni formalidades, desde antes de la invasión española a tierras de Suramérica.


Relatos transmitidos oralmente aseguran que los evangelizadores, llegados del viejo mundo, intentaron desdibujar esa creencia del imaginario popular otorgándole un nombre castizo. La llamaron: Virgen de la Victoria del Prado de Talavera. Pero, la persistencia de la fe sin intermediarios la convirtió simplemente en María de la Onza, o popularmente: María Lionza.

A María Lionza se le atribuyen poderes sobrehumanos; lo mismo decían de Lionzo, aquellos que habían presenciado la potencia de sus secretos mágicos.


Él nunca confesó públicamente su relación con la diosa de las montañas de Sorte, pero solía decir a sus hijos varones que, cuando tenía apenas siete años, la diosa lo visitó durante un sueño, que le dijo al oído algo que no estaba autorizado a revelar, pero que era la base de sus dones extraterrenales.


Lionzo no solo se ocupaba de desarrollar sus secretos, también era diestro en el arte de sembrar dependiendo de la temporada, criar y curar animales, ordeñar eficientemente y conocía en cuál luna cortar los palos con los que se fabricaban las casas de las serranías falconianas. Gracias a esas habilidades, no le faltó trabajo desde que tuvo doce años.


Nació con los cielos encapotados, el 10 de enero de 1860. El mismo día que un disparo en la cabeza acabó con la vida de Ezequiel Zamora, el General del pueblo soberano.


Muchas veces oyó hablar de ese hombre como si fuese cercano a la familia. Su madre le contaría una y otra vez que Vicente, su papá, se unió a las tropas de Zamora al poco tiempo de que éste llegara a la ciudad de Coro, tras haber sido designado Comandante de armas de la provincia (1851) por el presidente José Gregorio Monagas; y que luego pasó varios meses escondido de Churuguara pa’ arriba, cuando la Revolución de Marzo expulsó del país a los dirigentes liberales.


Cumplido un año en el exilio, Zamora regresó al país. Todos los que le habían servido se reincorporaron a filas, y el papá de Lionzo se perderá para siempre entre la polvareda que levantó la Guerra Larga. Nunca supieron con exactitud bajo qué cielo respiró por última vez. Algún conocido les dijo que lo vio en el suelo tendido de cara al sol, en el fragor de un combate. No pudieron regresar por él, por ninguno de los caídos.


Esa imagen del padre muerto como un animal sobre el pasto, le causó pesadillas a Lionzo desde la infancia y hasta la juventud. Solo pudo librarse de ellas el día que cumplió veintiún años y vendió dos novillas para comprarse una mortaja.


Los nietos de Lionzo recordarán, muchos años después, que esa mortaja se componía de una urna de madera pulida, traje negro de lino 100con camisa y moño olorosos a naftalina, zapatos también negros y brillantes, un puñado de velas blancas, y un cordón dorado con siete nudos que, según la costumbre, se amarraba al difunto desde la cintura y hasta el dedo pulgar del pie derecho. Cada nudo simbolizaba los siete escalones que debía subir o las siete puertas que debían abrirse para otorgarle al difunto su paso al cielo.


En una oportunidad y por razones de emergencia, un vecino le pidió prestada la urna para poder enterrar a un familiar. Lionzo estuvo renuente, pero la cedió, únicamente, cuando el interesado juró por su madre que al terminar el novenario del difunto haría traer desde Coro una idéntica para reponerla. Él era un hombre que creía en la palabra empeñada.


***

Con treinta y ocho años y una familia a cuestas, Lionzo debutó en las diatribas políticas de su época. Se cuadró del lado de José Manuel “El Mocho” Hernández, cuando éste reclamó haber sido víctima de un fraude y se alzó en armas luego de las elecciones de 1897, de las que salió victorioso Ignacio Andrade, candidato de Joaquín Crespo.


Por esos años, Churuguara y la Sierra de Baragua eran conocidas como La llave de occidente. Todo movimiento político-militar que llegaba a Coro alzado contra el Gobierno y que pretendía amarrar sus caballos en la plaza central de Caracas, debía pasar por esa zona.

La batalla entre los mochistas y las fuerzas gubernamentales, que salieron de Caracas dirigidas por Joaquín Crespo (los crespistas) duró poco. El Mocho Hernández, líder de los alzados, resultó preso y enviado a La Rotunda. Su tropa huyó en desbandada y fue perseguida durante varios meses.


Lionzo, irredento mochista, logró salvarse de la cárcel —o de la muerte— gracias a sus secretos. Si los enemigos lo acorralaban, se internaba en las montañas y rezaba una de sus poderosas oraciones. Dicen que se volvía invisible, y que si un adversario pasaba frente a él o un perro lo olfateaba, no llegaban a detectarlo. En el pueblo se comentaba que Lionzo se cubría con la sangre de Cristo, por medio de un conjuro.


Tras la derrota militar y cansado de escapar de la muerte, se dedicó de nuevo a sus oficios naturales. Sembró, construyó, enseñó la importancia del trabajo manual a los hijos y les transmitió su miedo reverencial por las serpientes, ya que “contra esos animales del diablo, no hay secreto que valga”, decía.


Eso sí, no abandonó jamás el empleo de aquel secreto que tanto ayudó a los hombres de la sierra en la elección de su pareja.


***

Lionzo se hizo abuelo y con las canas también blanqueó su fama de manipulador de lo sobrenatural.


En 1939, cercano a cumplir ochenta años, seguía deslumbrando a nietos y bisnietos con las historias de batalla y sus secretos de embrujo. Una tarde de mayo, de esas en las que el cielo falconiano tiene trazas naranjas, azules y violetas, Lionzo —que estaba en una mecedora— se puso de pie y caminó hacia la piedra en la que solía colocar velas a las ánimas benditas del purgatorio. Una roca mediana que él había hecho rodar hasta dejarla a unos siete pasos de la entrada de su casa.


Dicen que luego de prender un velón rojo habló con alguien que nadie más veía.


Al terminar esa charla, entró en su casa. Se dirigió al cuarto del escaparate y le dijo a uno de sus nietos mayores:

—Bájeme la mortaja, que mañana me la estreno.

Y así fue cómo pasó.


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