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Cómo conocí a tu madre

Foto del escritor: ernestojnavarroernestojnavarro


Por Ernesto J. Navarro (*)

La hija de 7 años rompió el silencio e increpó a sus padres:

Papá, ¿cómo conociste a mi mamá? ¡Pero dime la verdad!


La pareja se miró. Hasta ese instante creyeron que iban a poder evadir el tema para siempre. Por eso, y confiados en sus habilidades para mentir, no habían preparado una historia alterna como la de Santa Claus o los Reyes Magos o el hada de los dientes.

El papá, sin dejar de mirar a su esposa, se vio obligado a responder:

Bueno, hija, presta atención, que voy a contarte la verdad.


***

Cuando yo era niño —comenzó así su relato— los castigos eran diferentes a los de hoy. Si te portabas mal, los padres disponían de todo un repertorio:

– Arrodillarte encima de granos de maíz o chapas de refrescos.

– La versión anterior, pero con la variante de colocar una piedra en cada mano.

– Encerrarte en un cuarto oscuro toda la noche.

– Amarrarte a un tronco.

– Amarrarte a tu hermano.

– Correazos, palazos, tablazos.

– Lanzamientos de objetos contundentes.

– Pegarte si te peleabas en la calle. Pegarte si perdías la pelea (por dejarte golpear) o Pegarte por ganar la pelea ya que los padres del otro niño vendrían a reclamar.

– O todos los anteriores.


Pero aquello, hija, funcionaba. Imagínate que yo aprendí a leer la frase Mi Ma-Má Me Mi-Ma en una sola tarde, mientras tu abuela me daba con una regla en las palmas de las manos y en la cabeza.


El día que cumplí 12 años tumbé la torta y aquello terminó en una paliza como ninguna. Fue tan grande que algún sapo del pueblo la denunció. Al rato, aparecieron unas personas del Consejo de Protección de los Derechos del Niño, Niña y Adolescente, junto a unos policías. Se llevaron a mi mamá presa y a mí a casa de unos tíos.


Para cuando desaparecieron mis moretones de cara y brazos, yo ya sabía dónde estaba presa mi mamá.

Pero papá —interrumpió la niña. ¿Cuándo aparece mi mamá?

Ten calma. Ya voy a llegar a esa parte —contestó el padre.


***

Pasé dos días parado a las puertas del centro de detención, hasta que un guardia, conmovido o fastidiado, me dejó entrar. Yo llevaba una bolsa con sábanas, toallas y algo de comida, porque de cualquier forma era mi mamá.


En la fila para entrar, el guardia me puso detrás de una niña que tenía más o menos mi edad y que también iba a visitar a su madre. Era linda, de piel clara, ojos como dos lunas llenas y los cabellos castaños. Tenía puesto un vestido de flores y un yeso en su brazo izquierdo.

¿Fue tú mamá? —le pregunté señalando el yeso.

—dijo tímidamente.

Esto fue la mía —añadí señalándome una cicatriz de 19 puntos en la rodilla derecha.


Ella sonrió un poco y entonces aproveché para preguntar su nombre: “Indira”, recitó. “Hola, soy Ernesto”, dije mientras estiraba la mano, saludando como me enseñó mi mamá.


Comencé a encontrarla cada sábado a la hora de entrar a las visitas matutinas. Nos hicimos tan inseparables que nuestras mamás pidieron cambio a la misma celda para recibirnos juntos.


Un mediodía, a la salida de la visita familiar en la cárcel, le declaré mi amor a Indira y le pedí matrimonio. Nos casamos en la celda 23, con tus dos abuelas de testigo. Unos años más tarde naciste tú, hija, el mismo día que tus abuelas consiguieron la libertad.


***

La nena miró a sus padres sin pestañear siquiera, se fue a su habitación.


Ernesto e Indira no dijeron nada hasta que la escucharon cerrar la puerta. Debatieron larga y amargamente sobre si era oportuno haberle contado aquello a su hija.


Al final entendieron que las vidas que les dieron sus madres, los habían llevado a encontrarse. Acordaron que harían exactamente lo mismo con la niña, para que pudiera conocer al amor de su vida.




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